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El régimen constitucional del Distrito Federal*

Arnaldo Córdova

Una opinión que se va generalizando cada vez más entre la ciudadanía mexicana es que el Distrito Federal no es propiedad de los poderes federales, sino una entidad de la Federación que, como tal, es titular constitucional de derechos que se le han conculcado y que, poco a poco, se le están devolviendo. La institución de la Asamblea de Representantes y la iniciativa que suscribieron todos los partidos políticos para que sus facultades sean ampliadas e, incluso, para que se le dote de facultades de carácter legislativo, no son sino el inicio de una obra de justicia que apenas empieza y que tiene todavía un largo camino por recorrer. No se trató, de ninguna manera, de concesiones gratuitas desde el poder, sino de derechos colectivos cuya obtención fue una conquista de la ciudadanía del Distrito Federal, cada vez más consciente del injusto régimen jurídico y políticos a que ha sido sometida nuestra entidad capital.

La conformación del Distrito Federal como entidad de la Federación y de la Ciudad de México como capital de la República es un producto de nuestra historia y, hay que recalcarlo, nada o muy poco tiene que ver con la experiencia de otros países, incluido el que siempre ha sido modelo preferido de nuestras instituciones republicanas, los Estados Unidos de Norteamérica. Quienes defienden la tesis de que el Distrito Federal, por ser el asiento de los poderes del Estado nacional, es propiedad exclusiva de esos poderes, recurren siempre al ejemplo norteamericano, en cuya Constitución, en efecto, el asiento de los poderes federales, el Distrito de Columbia, en donde se ubica la ciudad de Washington, es un territorio exclusivamente reservado a la soberanía de tales poderes.

En la Constitución estadunidense (artículo I, sección 8, relativa a las facultades del Congreso) se define al Distrito, que enseguida sería llamado de Columbia, como la “sede” del gobierno de los Estados Unidos” y se estipula que se establecerá en un territorio cedido por algunos estados, con aceptación del Congreso, “que no podrá ser mayor de un cuadrado de diez millas por lado”. Como han observado muchos constitucionalistas, el propósito era dotar a los poderes federales del espacio indispensable para establecer las oficinas y el personal de dichos poderes, no crear, de ninguna manera, un espacio especial de soberanía contrapuesto a la soberanía de los Estados miembros de la Unión.

Se trataría de un pequeño territorio puesto bajo el dominio exclusivo de los poderes federales, ciertamente, para evitar que los poderes locales afrentaran de alguna manera a los poderes nacionales. Madison lo decía en los siguientes términos:

La necesidad indispensable de un dominio completo sobre la residencia del gobierno se demuestra por sí sola […] Sin ella, no sólo podría ser insultada la autoridad pública y sus procedimientos interrumpidos impunemente, sino que la dependencia de los miembros del gobierno general respecto del Estado que incluyera el asiento del gobierno, a efecto de que los protegiera en el desempeño de su deber, podría acarrearles a las asambleas nacionales la acusación de influencia o miedo, igualmente deshonrosa para el gobierno y molesta para los demás componentes de la Confederación (El Federalista, núm. XLIII).
La experiencia norteamericana, sin embargo, muy poco tiene que ver con la nuestra. En primer lugar, en aquel país los Estados miembros de la Unión eran extremadamente celosos de su autonomía y ninguno quería convertirse en sede de los poderes federales. Estos, en efecto, encontraron muchas dificultades en sus primeros establecimientos y no pocas veces fueron repudiados por las poblaciones locales. Finalmente, los Estados de Maryland y Virginia cedieron en conjunto una zona de cien millas cuadradas para que en ella se fundara la capital de la República. En 1846 la cesión de Virginia fue devuelta y el Distrito de Columbia quedó reducido a unas 62 millas cuadradas. La particularidad del pacto con los Estados que ceden parte de su territorio es que peste volverá a su soberanía en cuanto la capital federal se traslade a otro lugar. El Distrito de Columbia carece de gobierno propio, pues es gobernado por tres comisionados que designa el presidente de la República, y no tiene representación en el gobierno de la Unión ni derechos políticos.

La historia de nuestra capital es muy diferente. Lo que hoy es el Distrito Federal durante mucho tiempo formó parte del Estado de México, con el cual los poderes nacionales estuvieron siempre en conflicto, pero por razones muy diferentes a las que se presentan en el caos norteamericano, particularmente porque a este Estado siempre se le estuvieron cercenando partes de su territorio sin que mediara el consentimiento de sus poblaciones y, al contrario de lo que sucedía en Norteamérica, el agredido a menudo era el poder local y no el nacional. El Acta Constitutiva de la Federación Mexicana, de fecha 31 de enero de 1824, y la Constitución Federal promulgada el 4 de octubre del mismo año, dieron facultades al Congreso nacional para elegir el lugar de residencia ded los poderes federales. El 18 de noviembre del mismo 1824, el Congreso señaló, para ese efecto y mediante un decreto, una superficie de dos leguas en torno del centro de la Ciudad de México. Aparentemente el principio era el mismo de los norteamericanos: elegir un espacio indispensable para albergar las oficinas y a los funcionarios del gobierno federal; pero la connotación política del acto era totalmente diferente.

Fray Servando Teresa de Mier, diputado al Congreso y a quien se debió la elección, lo señalaba en los siguientes términos, en contra de quienes pensaban que el centro del país no estaba en la Ciudad de México sino en la ciudad de Querétaro:

La verdad sobre este punto es que México está en el centro de la población de Anáhuac; y ese centro político, y no el geográfico, es el que se debe buscar para la residencia del gobierno, que nada tiene que hacer en los desiertos. El entendimiento que rige al hombre, no lo puso Dios en el vientre ni en la cintura, sino en la cabeza. ¿Y por qué no he de hacer yo mérito también de la situación de México, que no tiene Querétaro? No hay ciudad más conquistable que ésta, ni más defendible que aquélla. Por eso la hizo renacer de sus cenizas Hernán Cortés, y por eso se sostuvieron en ella los virreyes.
Si el criterio de los norteamericanos hubiese sido el del padre Mier, probablemente habrían elegido Filadelfia y no Washington, aunque difícilmente habrían encontrado para el objeto una ciudad tan bien dotada como nuestra capital, sencillamente porque este tipo de ciudades, concentradoras del poder, de la riqueza y la cultura todavía no aparecían en los Estados Unidos. Entre nosotros, evidentemente, se trataba de encontrar el centro de gravedad de una sociedad dispensa, a partir del cual pudiera irse construyendo el Estado nacional. En la nación norteamericana las entidades fundadoras del Estado nacional, las antiguas colonias ahora convertidas en Estados “libres y soberanos”, simplemente designaban el lugar, cuya extensión proporcionarían algunos de ellos, en donde tendrían su residencia los poderes generales. Para los padres del sistema constitucional norteamericano no se trataba de hacer de una antigua capital el centro del nuevo poder nacional, sino de fundar una nueva, libre de viejos mitos de poder y de autoridad. Ya eso marca una diferencia esencial entre nosotros y ellos.

No siempre existió el Distrito Federal. Las repúblicas centralistas de 1836 y 1843, por ejemplo, lo suprimieron. Pero cuando existió, durante un tiempo Distrito Federal y Ciudad de México fueron la misma cosa. Desde el punto de vista de su extensión, inclusive, nuestra capital nacional era más pequeña que el Distrito de Columbia. Fue su Alteza Serenísima, Don Antonio López de Santa Anna, quien por decreto del 16 de febrero de 1854 estableció la primera extensión territorial del Distrito Federal, aproximándolo desde entonces a lo que hoy es: por el norte, llegaba hasta San Cristóbal Ecatepec; por el noroeste, hasta Tlalnepantla; por el poniente, hasta Los Remedios, San Bartola y Santa Fe; por el suroeste, hasta Huiquilucan, Mixcoac, San Ángel y Coyocán; por el sur, hasta Tlalpan; por el sureste, hasta Tepexpan, Xochimilco e Iztapalapa; por el oeste, hasta El Peñón, y por el noreste, hasta la mitad del Lago de Texcoco. Por primera vez en nuestra historia, el Distrito Federal dejaba de estar comprendido en la Ciudad de México y ni siquiera se identificaba ya con ella; esta Ciudad pasó a ser, al mismo tiempo, el mayor centreo urbano del nuevo Distrito Federal y la capital de la República, con su hinterland en los territorios agregados.

Los motivos de Santa Anna son fácilmente discernibles: continuamente a la greña con alguna rebelión en algún punto de la República que amenazaba con derrocarlo, el dictador no pensaba en los términos de una capital nacional, sino de una base de operaciones o de un reducto militar lo suficientemente dotado de recursos como para permitirle una residencia efectiva contra cualquier enemigo potencial. No fueron consideraciones políticas, sino estrictamente militares las que motivaron la conversión de la capital de la República en una entidad territorial y, más adelante, cuando Carranza propuso una nueva ampliación del territorio del Distrito Federal, las razones principales en las que fundó su propuesta, como veremos, fueron también de orden militar. Lo importante del asunto, sin embargo, estriba en que aquel fue el verdadero origen de la transformación del Distrito Federal en una entidad de la Federación, lo cual, a su vez, culminó con la obra del Congreso Constituyente de 1856-1857.

Restaurado a plenitud el credo federalista, el Constituyente de 56-57 partió del principio constitucional de que los fundadores del Estado nacional lo eran los Estados, originariamente soberanos y autónomos, a través de sus representantes en el propio Congreso Constituyente. El Distrito Federal, con la población y el territorio que en ese momento tenía, fue definido como uno de los Estados fundadores del pacto federal y en esa consideración se le denominó Estado del Valle de México. Cuando la Constitución de 1857, en su artículo 43 enumera las entidades fundadoras de la Federación, no establece ninguna discriminación respecto del Distrito Federal y ni siquiera lo considera como tal, es decir, como Distrito Federal, sino que lo incluye, en igualdad de condiciones con als demás, como entidad fundadora del Estado Nacional, con el nombre del Estado del Valle de México. Dice así el citado artículo 43:

Las partes integrantes de la federación son: los Estados de Aguascalientes, Colima, Chiapas, Chihuahua, Durango, Guanajuato, Guerrero, Jalisco, México, Michoacán, Nuevo León, Oaxaca, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Sinaloa, Sonora, Tabasco, Tamaulipas, Tlaxcala, Valle de México, Veracruz, Yucatán, Zacatecas y el territorio de Baja California.
Del texto aparece claramente, y las discusiones del Congreso lo avalan, que no se trató de una simple designación territorial, sino de la definición del pacto federal al que concurrían entidades soberanas, con comunidades ciudadanas (incluidas las del Estado del Valle de México y del Territorio de Baja California) que, mediante sus representaciones en el Constituyente, se comprometían a organizar el Estado Federal. La idea de un Distrito Federal como propiedad exclusiva de los poderes nacionales, como puede apreciarse, quedó explícitamente descartada para reivindicar el principio de que, antes de designarlo como asiento de los poderes federales, era un Estado fundador del pacto federal.

Todos los constituyentes estuvieron de acuerdo en designar al Estado del Valle de México como el asiento de los poderes federales y en denominarlo, por consecuencia, Distrito Federal. A ninguno se le ocurrió repetir la experiencia norteamericana y ni siquiera la de la Constitución de 1824. Para todos ellos se trataba de una entidad como todas las demás, cuyo estatuto particular consistiría, a posteriori, vale decir, una vez fundado el pacto federal, en servir de residencia a los poderes de la Federación. Hubo algunos que, de nueva cuenta, propusieron la ciudad de Querétaro como capital de la República, pero la aplastante mayoría de los congresistas se pronunció por la Ciudad de México; en aquella memorable asamblea Francisco Zarco desempeñó el papel que el padre Mier había jugado en el Congreso de 1824, al defender como asiento del poder nacional la Ciudad de México. Zarco apunto al respecto:

Para conservar el orden se necesitan guarniciones, porque una ciudad activa, que es centro del comercio y de la industria, que es ilustrada, que no se deja extraviar por el fanatismo, se defiende por sí sola, es la mejor garantía para la conservación de la paz.
Lo que dividió a los constituyentes fue más bien la cuestión de si el estatuto particular de la capital federal modificaba o no su condición de entidad soberana y fundadora del pacto federal. Una buena parte de ellos, consecuente con el espíritu que informaba el artículo 43, pugnaba porque el antiguo Estado del Valle de México, convertido ahora en Distrito Federal, conservara plenamente sus derechos como entidad federal, exactamente igual que el resto de los Estado de la Federación; mientras que otros, haciendo a menos del principio federalista que expresaba el artículo 43, se pronunciaban porque al Distrito Federal se le suspendieran sus derechos de soberanía como entidad fundadora de la Federación mientras los poderes nacionales residieran en ella.

Finalmente, fueron estos últimos los que triunfaron y sus razones volvieron a ser una copia de las que en su momento habían expresado los norteamericanos al explicar la fundación de su capital federal. En esencia, esas razones giraron todas en torno al argumento de que no podrían coexistir dos poderes soberanos en el mismo lugar sin que surgieran, inevitablemente, conflictos irresolubles entre los mismos y que, por ello, los poderes federales necesitaban de un territorio que les fuera propio para el desempeño de sus funciones. Para los primeros, es decir, para aquellos que conservaban la idea fundadora del Distrito Federal como una entidad soberana, la única diferencia entre esta entidad capital y los demás Estados radicaba en ser asiento de los poderes federales. Ello quería decir que el Distrito Federal debía tener su propia Constitución, su gobierno local propio, elegido por sus ciudadanos y, dentro del pacto federal, todas y cada una de las prerrogativas que eran propias de los Estados de la Federación. Si el poder nacional debía radicar en una entidad fuerte, para su propia conservación, esto no implicaba que aquella entidad careciera de soberanía local ni quería decir, dogmáticamente, que el poder federal tuviese que estar en choque continuo con el poder local. Zarco y Ramírez se encargaron de sostenerlo con toda claridad.

Zarco, en efecto, afirmaba:

Una vez proclamado el derecho del Distrito a existir como los otros Estados, no hay motivo para retardar el ejercicio de ese derecho, que debe ser efectivo desde el momento que se promulgue la Constitución, sin restricciones que no se han puesto a Colima ni a Tlaxcala. Se ha dicho que es imposible que existan en un mismo punto el gobierno general y el de un Estado, y así se propaga una idea falsa de federación, y se pinta al gobierno de la Unión como una planta maldita que seca y esteriliza cuanto esté a su alrededor. ¿Por qué el gobierno que sólo debe ocuparse del interés federal, ha de ser un obstáculo para la libertad local? Los Estados ganarían con que los poderes generales, consagrándose al interés al interés de la Unión, dejaran de ser autoridades locales; así no perderían el tiempo y el decoro en ganar unas elecciones de ayuntamiento, o cuidar de negocios de política, y trazada la órbita en que deben girar todos los poderes, no habría que temer conflictos, ni colisiones.

En respuesta a León Guzmán, quien postulaba que la capital no podría ser Estado y Distrito Federal a la vez, porque habría choques inevitables entre las autoridades locales y las generales, Ignacio Ramírez hacía las siguientes observaciones:

Una vez decretado que el distrito se erija en Estado, ¿desde cuándo ha de tener efecto esta erección? Inmediatamente —respondía Nigromante—, esto es lo justo, porque al reconocer el derecho de los habitantes del distrito a formar un Estado de la federación, se ha obrado conforme a justicia y se ha acatado el principio federal. Una vez proclamada la existencia de un Estado, el congreso mismo no tiene facultad para suspenderlo en el pleno ejercicio de su soberanía. De ningún modo es justo que el distrito quede en una situación anómala y precaria, y mil veces peor que cualquiera otro Estado. Se habla mucho de conflictos entre los poderes locales y los generales; pero éstos no son más que vanos fantasmas. Si se comprende bien cuáles son las funciones de uno y otro poder, se verá que es imposible que se choquen. El gobierno general puede muy bien recaudar impuestos de todo el país; puede administrar las aduanas marítimas sin tener la menor disputa con el poder local. De la misma manera puede disponer del ejército, y en fin, ejercer todas las atribuciones que le encomienda la Constitución. Ningún inconveniente hay en que los poderes locales queden enteramente libres para ejercer sus funciones; si se originan algunas disputas, ellas serán de la misma naturaleza que las que se susciten en cualquiera otro Estado.
Ramírez tenía razón: basta ver la forma en que conviven los poderes de los estados y los Ayuntamientos en los Municipios que son capitales de los mismos, con jurisdicciones y competencias bien determinadas y delimitadas, sin que haya lugar a conflictos fantasmales, para darse cuenta de la artificiosidad del argumento que parte de la idea de la “guerra inevitable” entre poderes instituidos por la misma Constitución. Si se hubiera aceptado el alegato se Zarco y el Nigromante, el Distrito Federal no habría, jamás, dejado de ser una entidad integrante de la Federación con plenos derechos como tal y la única variación en su condición de tal habría sido sólo el nombre, que indicaba que, como entidad federal, era, al mismo tiempo, asiento de los poderes de la Federación. Así lo contemplaba el artículo 43.

Fue, por lo mismo, de la mayor incongruencia, que el Congreso pasara a definir al original Estado del Valle de México (artículo 43) como un Estado que todavía deberá fundarse como se le ve en el artículo 46, que dice:

El Estado del Valle de México se formará del territorio que en la actualidad comprende el Distrito Federal; pero la erección sólo tendrá efecto, cuando los supremos poderes federales se trasladen a otro lugar.
En este artículo, como es fácil observar, el “Estado del Valle de México” no existe actualmente; existirá cuando los poderes federales se trasladen a otro lugar y se le dará el territorio que en la actualidad tiene el Distrito Federal que, si bien se le mira, todavía tampoco existe. Según el artículo 43, el que existe actualmente es el Estado del Valle de México y el que existirá, por decisión del Congreso, será el Distrito Federal, pues el Estado del Valle de México es, ni más ni menos, que un fundador de la Federación que luego se convierte en sede de los poderes federales que la Constitución misma instituye. El artículo 46, de tal suerte, resulta contradictorio en sus términos con el artículo 43. No hay mediación lógica entre ellos y, de pronto, tenemos un Distrito Federal que ha perdido su condición de entidad fundadora del pacto federal.

En estricta lógica jurídica y constitucional, lo que el artículo 46 debió haber establecido es que el Estado del Valle de México, sin dejar de ser tal, se convertiría en Distrito Federal para albergar los poderes de la Federación y que una ley secundaria establecería las competencias y el radio de acción de los diferentes poderes (federales y locales) que en la entidad cohabitaran, y que, una vez que el Congreso general decidiera el cambio de sede de los poderes federales, el Estado del Valle de México readquiriría su antigua condición de simple miembro de la Federación. La tesis del “Estado con derechos suspendidos” o del “Estado condicionado” ha sido generalmente aceptada por nuestros constitucionalistas, pero, como puede verse, no tiene ningún sustento teórico ni constitucional. Sólo sirve de coartada para quienes sostienen, dentro y fuera del gobierno, la antidemocrática y autoritaria concepción de una capital federal que es refugio y coto reservado de un poder central que se concibe a sí mismo como potencial enemigo de los Estado que son fundadores de la Federación.

Los constituyentes del 57 quisieron remediar en algo el error garrafal (o interesado) en que habían incurrido con el artículo 46 y, por lo menos, al establecer los poderes del Congreso, en el artículo 72, fracción VI, decidieron que el Congreso tendría facultad para el arreglo interior del Distrito Federal,

teniendo por base el que los ciudadanos elijan las autoridades políticas, municipales y judiciales, designándoles rentas para cubrir sus atenciones locales.
Ello quería decir, virtualmente, que el Distrito Federal, entidad con derechos suspendidos, los readquiría cuando se trataba de darse su propio gobierno interior, igual que los demás Estados de la Federación. La ambigüedad del status constitucional, sin embargo, propició, durante la dictadura porfiriana, que ese derecho fuera anulado y que el gobierno central volviera a tratar a nuestra capital federal como si fuera de su propiedad particular.

Hay que decir, sin embargo, que fue durante la vigencia de la Constitución de 1857 que el Distrito Federal se desarrolló lo que podría llamarse un sistema de Municipios. En torno de cada pueblo importante de la entidad, que antes eran simples rancherías o comunidades suburbanas, se fueron fijando demarcaciones políticas que la ley fue reconociendo en atención a su importancia. La Ley de 16 de septiembre de 1898, que regulaba el régimen municipal en la entidad capital, establecía ya trece municipalidades: México, Guadalupe Hidalgo, Azcapotzalco, Tacaba, Tacubaya, Mixcoac, Cuaximalpa, San Ángel, Coyoacán, Tlalpan, Xochimilco, Milpa Alta e Iztapalapa. Los límites del Distrito Federal se fijaron, por convenio del gobierno general con los Estados de México y Morelos, en el mismo año de 1898. Díaz, sin embargo, introdujo, poco más de un año después el régimen de prefecturas que encerraba una nueva división municipal del Distrito: Municipalidad de México; Prefectura de Guadalupe Hidalgo, con la municipalidades de Guadalupe Hidalgo e Ixtacalco; Prefectura de Azcapotzalco de Porfirio Díaz, con las municipalidades de Azcapotzalco y Tacaba; Prefectura de Tacubaya, con la municipalidades de Tacubaya, Mixcoac, Santa Fe y Cuaximalpa; Prefectura de Coyoacán, con las municipalidades de Coyoacán y San Ángel; Prefectura de Tlalpan, con las municipalidades de Tlalpan e Iztapalapa, y Prefectura de Xochimilco, con las municipalidades de Xochimilco, Huastacán, Atenco, Tulyehualco, Mixquic, Tláhuac, Milpa Alta, Actopan y Ocotepec. El dictador, por supuesto, no se contentó con anular el régimen municipal del Distrito Federal, sino que en 1901 introdujo una reforma a la fracción VI del artículo 72, por medio de la cual el Congreso quedó facultado, simplemente, para legislar en todo lo concerniente al Distrito, eliminando los derechos que a la entidad originalmente se concedían. Y por medio de una ley del mismo año, se le autorizó a organizar a la entidad capital como lo juzgara conveniente el gobierno central, con la simple reserva de respetar las garantías individuales y observar los mandamientos constitucionales.

Con todas sus inconsecuencias y las radicales contradicciones en que cayeron, nadie puede poner en duda que los constituyentes de 57, los verdaderos fundadores del Distrito Federal como entidad integrante de la Federación, sabían lo que decían y hacían. Quienes no entendieron ni lo uno ni lo otro fueron los constituyentes de 1917, que nos dejaron en herencia un masacote increíble en torno al régimen constitucional del Distrito Federal que, todavía hoy, nadie está en condiciones de despejar: mantuvieron su definición como “Estado condicionado” o “con derechos suspendidos”; dejaron uno solo de los tres poderes locales con vida, el judicial, y los otros los entregaron a los poderes federales; dejaron subsistir el régimen municipal, que luego sus descendientes institucionales suprimieron en 1928, y finalmente dejaron con vida el derecho de nuestra entidad capital a estar representada, al igual que los otros miembros del pacto federal, en el Congreso de la Unión.

Al presentar su proyecto de Constitución reformada al Congreso Constituyente, en diciembre de 1916, don Venustiano Carranza proponía que se agregaran nuevos territorios a la entidad capital (Chalco, Amecameca, Texcoco, Otumba, Zumpango, Cuautitlán y la parte de Tlalnepantla que queda en el Calle de México hasta los ejes orográficos de las serranías del Monte Alto y del Monte Bajo) y sugirió, además, que se mantuviera el régimen municipal en todo el Distrito Federal, pero no en lo que era la Municipalidad de México, misma que quedaría bajo el régimen exclusivo del gobierno federal y gobernada, como el Distrito de Columbia en los Estados Unidos, por funcionarios llamados “comisionados”. Ambas propuestas de Carranza fueron rechazadas por el Congreso. ¿Por qué pensaba, el primer jefe del Ejército Constitucionalista, que el territorio del Distrito Federal debía extenderse de esa manera? Era perfectamente claro: porque, para él, la capital no se limitaba a ser el asiento de los poderes federales, sino que debía ser, también, el último reducto del gobierno nacional en caso de una invasión extranjera (y, aunque no lo dijo, hay que suponer también que debía preverse el caso de una guerra civil que de igual forma amenazar al gobierno). Eran exactamente las mismas razones que habían hecho a Santa Anna agregar a la capital de la República un territorio desproporcionado para las funciones que debía desempeñar.

Según testimonió la Comisión de Constitución en la 63 sesión del Congreso Constituyente de Querétaro, Carranza manifestó a dicha Comisión los propósitos “militares, políticos y civiles” que lo inducían a hacer su propuesta:

El Valle de México —habría dicho— es una extensión territorial que tiene defensas naturales propias, que lo hacen, en cierto modo, inaccesible, y debiéndose aprovechar esas fortificaciones naturales, es muy fácil defenderlas. Hacer de la Ciudad de México, comprendiendo toda esa circunscripción, una formidable plaza fuerte que sería el último reducto, la última línea de defensa del país, en el caso de una resistencia desesperada en alguna guerra extrajera. Además, el Valle de México, hecho una sola entidad política, tiene sus recursos propios que le bastarían para su subsistencia y se presta para que, dependiendo directamente del presidente de la República, que acuerda con el gobernador del distrito, se implanten los adelantos modernos en maquinarias y procedimientos agrícolas, de tal manera que se pueda conseguir una especie de cultivo intensivo y, por lo tanto, el máximum de producción. Hay algunos pueblos actualmente, que aunque no dependen del Distrito Federal se encuentran, sin embargo, más cerca de él y más lejos de los estados a que pertenece y, en ese concepto, es más conveniente para ellos depender legalmente del gobierno del distrito, tanto para su comercio como el progreso de su cultura en general. Haciendo del valle una circunscripción distintas, independiente, esto es, una entidad con sus límites propios, con sus recursos propios, con su administración propia, se establece efectivamente la residencia de los poderes en un lugar especialmente adecuado para ese objeto, y puede lograrse con esto, también la mayor independencia de los estados, que ya no tendrán más ligas ni más relaciones con el poder del centro que aquellas que correspondan propiamente a nuestra organización constitucional, esto es, aquellos que no son del régimen interior de cada estado.
Carranza y quienes lo asesoraron en la elaboración de su proyecto de Constitución reformada no tomaron en cuenta, absolutamente para nada, los debates llevados a efecto por los constituyentes de 1856-1857 ni las preocupaciones que los habían angustiado en torno al status constitucional del Distrito Federal. Pensando, en efecto, más con un criterio de integración geográfica que en el principio político que había llevado a los constituyentes de 56-57 a redactar el artículo 43 de la Constitución de 1857 que ya hemos comentado, Carranza propuso en su proyecto el siguiente texto del artículo 43:

Las partes integrantes de la federación son los estados de Aguascalientes, Campeche, Coahuila, Colima, Chiapas, Chihuahua, Durango, Guanajuato, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, México, Michoacán, Morelos, Nayarit, Nuevo León, Oaxaca, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí, Sinaloa, Sonora, Tabasco, Tamaulipas, Tlaxcala, Veracruz, Yucatán, Zacatecas, Distrito Federal, Territorio de Baja California y Territorio de Quintana Roo.
Habría que suponer que por pura inadvertencia, el primer jefe incluyó entre los Estados al Distrito Federal. Para Carranza, los Estados, el Distrito Federal y los Territorios no eran más que demarcaciones geográficas componentes de la Federación y no comunidades políticas fundadoras del pacto federal como los consideraron los constituyentes del 57. Pero eso no es lo importante.

Carranza y sus asesores, por supuesto, partieron del principio de que el Distrito Federal era una entidad federal, pero cometieron el error de considerar al que los constituyentes del 57 llamaron primero Estado del Valle de México (y, hasta después de fundada la Federación, Distrito Federal) como Distrito Federal en el acto mismo de la fundación de la Federación, que es lo que postula el artículo 43. En la lógica impecable del artículo 53 de la Constitución del 57, primero existe el Estado del Valle de México, fundador con los demás Estados del pacto federal y, una fundada la Federación y por decisión de su representantes que es el mismo Congreso Constituyente, pasa a ser asiento de los poderes federales y, como tal, se constituye en Distrito Federal. Según la óptica de Carranza, el Distrito Federal existe ya como tal desde antes de que se funde la federación, vale decir, sin que la Federación misma, a través de su Congreso Constituyente, lo haya decidido previamente. Lógica y jurídicamente, se trata de una auténtica aberración.

El artículo 43 propuesto por Carranza fue aprobado por unanimidad por el Congreso Constituyente. Y aquella asamblea, rechazando el proyecto del primer jefe sobre la ampliación del territorio del Distrito Federal que hemos indicado antes, incluyó el artículo 44 que dice:

El Distrito Federal se compondrá del territorio que actualmente tiene, y en el caso de que los Poderes Federales se trasladen a otro lugar, se erigirá en Estado del Valle de México, con los límites y extensión que le asigne el Congreso General.
Este artículo no fue sino la repetición, aunque con otros términos, de la incongruencia que el Constituyente liberal cometió con el artículo 46 de la Constitución de 57. El Distrito Federal, que todavía no se fundaba, aparecía en el artículo 43 como fundador de la Federación; pero el artículo 44 lo ve como entidad que todavía debe fundarse, con la particularidad de que en este precepto es concebido como una entidad sin los derechos de los demás, vale decir, de nuevo, como “Estado condicionado” o “Estado con derechos suspendidos”, sin que se respete el principio de que es, aunque incoherentemente, en el artículo 43, una de las entidades fundadoras del pacto federal. ¿Quién puede entender eso? Pero el masacote no termina ahí en la obra del 17.

Como se ha recordado antes, los constituyentes liberales quisieron remediar el despropósito que habían cometido con el artículo 46 dándole al Distrito Federal, en la fracción VI del artículo 72, relativo a las facultades del Congreso, el derecho a elegir popularmente sus autoridades políticas, municipales y judiciales. En el artículo relativo a las facultades del Congreso, que pasaba a ser el 73, Carranza propuso el siguiente texto de fracción VI:

Para legislar en todo lo relativo al Distrito Federal y territorios, debiendo someterse a las bases siguientes: 1ª. El Distrito Federal y los territorios se dividirán en municipalidades, cada una de las que [sic] tendrá la extensión territorial y número de habitantes suficiente para poder subsistir con sus propios recursos y contribuir a los gastos comunes. 2ª. Cada municipalidad estará a cargo de un ayuntamiento de elección popular directa, hecha excepción de la municipalidad de México, la que estará a cargo del número de comisionados que determine la ley. 3a. El gobierno del Distrito Federal y el de cada uno de los territorios, estará a cargo de un gobernador, que dependerá directamente del presidente de la República. El gobernador del Distrito Federal acordará con el presidente de la República y el de cada territorio, por el conducto que determine la ley. Tanto el gobernador del Distrito Federal como el de cada territorio y los comisionados a cuyo cargo esté la administración de la Ciudad de México, serán nombrados y removidos libremente por el Presidente de la República. 4a. Los magistrados y jueces de primera instancia del Distrito Federal y los de los territorios, serán nombrados por el Congreso de la Unión en os mismos términos que los magistrados de la Suprema Corte (a propuesta del presidente de la República) y tendrán, los primeros, el mismo fuero que éstos. Las faltas temporales y absolutas de los magistrados se substituirán por nombramientos provisionales de la comisión permanente. La ley orgánica determinará la manera de suplir Las faltas temporales de los jueces y la autoridad ante la que se les exigirán las responsabilidades en que incurran. 5a. El Ministerio Público en el Distrito Federal y en los territorios, estará a cargo de un procurador general que residirá en la Ciudad de México, y del número de agentes que determine la ley, dependiendo dicho funcionario directamente del Presidente de la República, el que lo nombrará y removerá libremente.
En el artículo 72-VI de la Constitución estaba claro el por qué se daba al Distrito Federal el derecho de elegir popularmente sus autoridades políticas, municipales y judiciales. También estaba claro por qué los habitantes del Distrito Federal tenían derecho a elegir diputados (recuérdese que en la Constitución de 57 no había Senado) y el Congreso unicameral fungía como Congreso local de la entidad capital: se trataba de restituir a la ciudadanía del Distrito Federal, por lo menos en parte, los derechos que se le habían conculcado con el artículo 46. En el proyecto de Carranza no queda claro, de ninguna manera, por qué todas las municipalidades del Distrito Federal serían regidas por ayuntamientos de elección popular, menos la Municipalidad de México que, como el Distrito de Columbia en los Estados Unidos, debía gobernar un número indeterminado de “comisionados”.

Tampoco quedaba claro por qué el Distrito Federal debía contar con un Poder Judicial propio ni por qué la ciudadanía defeña debía tener representación en el Congreso de la Unión, si sus derechos como entidad fundadora del pacto federal estaban suspendidos.

Cuando se discutió la fracción VI del artículo 73, en la 42ª sesión del Congreso, hubo barruntos de discusión, pero no pasó de ahí, pues en lugar de dirigirse a la consideración del régimen constitucional del Distrito Federal, los constituyentes se limitaron a debatir si procedía o no el gobierno autónomo para la Municipalidad de México. Aun así, vale la pena reproducir aquí algunas de las opiniones que se virtieron al respecto. A pregunta del diputado Silva acerca de por qué se proponía eliminar el régimen municipal autónomo para la Ciudad de México, el diputado Machorro y Narváez dio una explicación verdaderamente divertida:

La nueva organización de los ayuntamientos, por el establecimiento del municipio libre –dijo--, hace verdaderamente incompatible la existencia de los ayuntamientos con la de los poderes de la federación en una misma población. El ayuntamiento o municipio libre debe tener la completa dirección de sus negocios, y los poderes federales tendrían, bajo todos los ramos en que tengan que ver algo con el municipio, que estar sometidos a éste, lo que sería denigrante para los poderes federales. El municipio tiene muchos intereses pequeños que manejar, pero con ellos, hay bastante para poner trabas y para atacar la decisión del Ejecutivo; podría recurrir el ayuntamiento a sus pequeños elementos. Por ejemplo: el ayuntamiento de la Ciudad de México manda hacer unas obras públicas o abrir un drenaje frente a la puerta de la casa del presidente o frente al a puerta del palacio nacional, cercándolo de tal manera, que no es posible pasar de un lado a otro; nadie puede cubrir aquellos [sic] porque depende del ayuntamiento que se haga, y los poderes federales quedan en ridículo. El ayuntamiento de la Ciudad de México debería disponer de una fuerza como de cinco mil hombres, y esa fuerza armada, si dependiera del municipio libre, pondría en un verdadero conflicto al presidente de la República, que tendría que hacer frente a sí aquella fuerza y estaría obligado a disponer de unos diez o quince mil hombres para estar a cubierto de cualquier atentado.
A las tonterías expresadas por el insigne don Paulino Machorro y Narváez, respondió con acostumbrada contundencia el general Heriberto Jara en los siguientes términos:

No sé por qué va a haber incompatibilidad entre los poderes federales y el municipio; si esto tuviéramos en cuenta, entonces admitiríamos que no es posible la existencia del pacto federal en la República. ¿Qué tiene que ver que el ayuntamiento de la Ciudad de México disponga que se haga tal o cual obra o disponga que no se haga, si en esas minucias no deben inmiscuirse los poderes federales? Y el hecho de que exista un caño frente a la casa del presidente de la República o deje de existir no lesiona en nada el poder federal. Si fuéramos a admitir que los poderes federales se lesionan por alguna disposición municipal, entonces admitiríamos también que las disposiciones municipales no pueden existir en donde residen los poderes de un estado, porque existe la misma relación. Los poderes municipales, en relación con los poderes del estado están en igual proporción que los poderes municipales en relación con los poderes federales de la Ciudad de México. No hay por qué temer que exista un conflicto; existiría cuando hubiera alguna intransigencia de parte de los señores munícipes y cuando hubiera una tendencia marcada de parte del Ejecutivo para invadir las funciones del poder municipal. El respeto para las pequeñas instituciones de parte de las grandes es lo que debe sentarse aquí, de asegurar la libertad municipal. El respeto para las pequeñas instituciones de parte de las grandes es lo que debe sentarse aquí, de asegurar la libertad municipal […] El deseo de centralizar —concluyó Jara— ha hecho que la Ciudad de México vaya perdiendo poco a poco su autonomía como municipio libre.
Jara, en consecuencia, propuso que la asamblea votara en contra del proyecto del primer jefe.

Todavía, antes de que fuera derrotado por una aplastante mayoría el intento de dejar a la Municipalidad de México sin Ayuntamiento, el diputado Palavicini hizo el ridículo en vano intento por impedirlo:

La Ciudad de México —dijo— no es una ciudad autónoma ni nada; vive de los recursos de la federación, es decir, de los recursos de los estrados; la Ciudad de México ha vivido siempre de las contribuciones afluentes de todas las entidades federativas […]
Por consiguiente, remató el antiguo secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes de Carranza, era la Federación la que debía encargarse del gobierno de la ciudad capital, por conducto del presidente de la República. Fue una lástima que Jara y otros de sus compañeros que abogaban por la libertad municipal no hubieran razonado con propiedad la problemática constitucional del Distrito Federal y sacado las consecuencias de sus argumentaciones a favor de que la Municipalidad de México contara, como debía ser, con su propio Ayuntamiento. Pero ellos no pararon mientras en el asunto y la injusticia se consumó, dejando a nuestra entidad capital, como lo ha apuntado Ignacio Burgoa, en una condición de capitis diminutio política.

La fracción VI del artículo 73 quedó, en el texto original de la Constitución de 1917, en los siguientes términos: El Congreso tiene facultad:

VI. Para legislar en todo lo relativo al Distrito Federal y Territorios, debiendo someterse a las bases siguientes: 1a. El Distrito Federal y los Territorios se dividirán en Municipalidades, que tendrán la extensión territorial y número de habitantes suficiente para poder subsistir con sus propios recursos y contribuir a los gastos comunes. 2a. Cada Municipalidad estará a cargo de un Ayuntamiento de elección popular directa. 3a. El Gobierno del Distrito Federal y los de los Territorios, estarán a cargo de Gobernadores que dependerán directamente del Presidente de la República. El Gobernador del Distrito Federal acordará con el Presidente de la República y los de los Territorios, por el conducto que determine la ley. Tanto el Gobernador del Distrito Federal como el de cada Territorio, serán nombrados y removidos libremente por el Presidente de la República. 4a. Los Magistrados y los Jueces de Primera Instancia del Distrito Federal y los de los Territorios, serán nombrados por el Congreso de la Unión, que se erigirá en Colegio Electoral en cada caso […] 5a. El Ministerio Público en el Distrito Federal y en los Territorios estará a cargo de un Procurador General, que residirá en la ciudad de México, y del número de agentes que determine la ley, dependiendo dicho funcionario directamente del Presidente de la República, quien lo nombrará y removerá libremente.
No puede caber duda de que, comparado con el que le dio la Constitución de 1857, el régimen constitucional del Distrito Federal que estableció la Constitución de 1917 era más restrictivo y menos acorde con su calidad, reconocida por el artículo 43, de entidad fundadora de la Federación. Algo, sin embargo, quedó en el texto original de la Constitución de 17 de ese reconocimiento de la entidad como tal y, en ello, lo más notable fue el que pudiera conservar su organización municipal y el derecho de sus ciudadanos a elegir a sus Ayuntamientos. Durante un tiempo, sin embargo, la tendencia del poder central fue la de anular ese carácter y convertir al Distrito Federal en una especie de Distrito de Columbia, es decir, en una propiedad exclusiva de la Federación, con la anulación cada vez más pronunciada del derecho de su ciudadanía a elegir a órganos de gobierno.

Nada podía justificar, aun con el régimen restrictivo adoptado por la nueva Constitución, que nuestra entidad capital fuese un nuevo Distrito de Columbia y vale la pena hacer las observaciones del caso. En la lógica del sistema constitucional norteamericano, convertir al Distrito de Columbia en un nuevo Estado, una vez que los poderes federales hubiesen cambiado de sede, resultaría un absurdo; en esa misma lógica, su territorio debería volver a los Estados que originalmente lo cedieron para construir la capital. Nuestra Constitución, en cambio, como herencia de su antecesora de 1857, prevé la formación, en las actuales dimensiones del Distrito Federal o con los límites y extensión que el Congreso General le asigne, del Estado del Valle de México. Aquí el absurdo consistiría en pretender hacer del Distrito Federal mexicano un Distrito de Columbia; pero evitarlo no bastaba con eliminar el régimen interior de la entidad por Municipios, sino que era necesario, además, borrar de la Constitución la disposición señalada en el artículo 44, vale decir, que en el caso de un cambio de sede de los poderes federales el Distrito Federal habría de convertirse en el Estado del Valle de México, y disponer que su territorio volviese a poder de los Estados que lo habían cedidio originalmente. Aparte de ello, lo único que hacía que nuestro Distrito Federal se pareciera más a un Estado de la Federación que a un Distrito de Columbia era su organización interior por Municipios; la eliminación de éstos, por consiguiente, lo habría hecho asemejarse más al Distrito de Columbia, que no es una entidad federal para todos los efectos.

* Instituto de Estudios de la Revolución Democrática, La Democratización del Distrito Federal, México, 1992.

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